La ciudadanía asiste con estupor y
desconcierto ante una escalada de graves noticias que ponen en cuestión cómo se
ha ejercido el poder el nuestro país en los últimos años. Nuestra democracia,
aún joven, debería fortalecerse gracias al buen funcionamiento de las
instituciones y al desarrollo de la actividad pública basada en unos principios
éticos muy estrictos. Pero parece que existe un divorcio absoluto entre la
clase política española y la sociedad, que hoy demanda honestidad y una labor
ejemplarizante en el ejercicio del poder.
En mi libro Un
Divorcio Elegante (Grijalbo 2012) explico que no hay nada peor que
depender de las decisiones de un imbécil. Así califica el profesor
italiano de Economía Carlo María Cipolla a aquellas personas cuyos actos acaban
por perjudicarles a ellos mismos y a cuantas personas les rodean. En su tratado
sobre la estupidez humana, Cipolla afirma que las personas de este tipo logran
la perfección cuando el beneficio que obtienen es insignificante y el perjuicio
que causan es irreparable.
Ese pensamiento
nos lleva a una reflexión: Estamos dirigidos por algunos servidores públicos
que además de ser deshonestos son imbéciles; políticos que han
pensado que eran inmunes a los delitos de robo, malversación, prevaricación o
tráfico de influencias; que desconocían el significado de la palabra expolio y
que aprobaban inversiones arbitrarias e ilógicas, que jamás habrían decidido
con su propio dinero.
Y así, la consecuencia de todo ello
ha sido que en pleno siglo XXI, en Europa, perteneciendo a un país
supuestamente próspero, asistamos boquiabiertos a los suicidios de los
desahuciados (que el único mal que han hecho ha sido creer que sus empleos
serían eternos); a una cifra escalofriante de paro, a los dramas de familias
enteras que ven cómo no pueden hacer frente mes a mes a sus gastos ordinarios y
a todo ello debemos añadir el deterioro, por falta de presupuesto en las arcas
del Estado, de todas las instituciones que sustentan los pilares de nuestra
sociedad: la Justicia, la Educación y la Sanidad.
Cabe
preguntarse: ¿Por qué existen esos deshonestos imbéciles en
altos cargos?
En definitiva,
nuestros dirigentes son el reflejo de la sociedad en la que viven y, si subyace
en ella un alto índice de inmorales y corruptos, ese mismo porcentaje es el que
encontraremos entre nuestros servidores públicos.
¿Qué hacer ante este problema?
La clave está en un cambio cultural
y, por tanto, en la educación. Nuestro filósofo Séneca ya decía: "Educad a
los niños y no será necesario castigar a los hombres". Una sociedad guiada
por valores como la honestidad, la ética, el respeto al bien común y con clara
conciencia de que hay bienes (materiales e inmateriales) que nos pertenecen a
todos, es una sociedad que avanzará hacia el desarrollo y la prosperidad de los
habitantes que la forman.
Así lo confirman los estudios de Stephen
Knack, prestigioso economista americano que investiga el desarrollo de las
sociedades modernas y la gestión del sector público. Su conclusión es que
existe una relación causa-efecto entre la moralidad y la economía.
Knack vincula la honestidad de los
integrantes de una sociedad con el aumento del nivel de ingresos de sus
habitantes y prueba que consiguen una renta per capita más alta las sociedades
donde no existe corrupción entre sus dirigentes. Es decir, el crecimiento
económico es mayor en los países cuyas élites directivas aplican la
transparencia y la ética en sus modelos de gestión.
Todos sabemos
que el concepto de ética tiene una trascendencia que va más
allá del derecho penal. Por supuesto, un servidor público no puede delinquir,
¡como cualquier otro ciudadano, faltaría más! Pero a la persona cuya actividad
va dirigida a servir a la sociedad se le debe exigir un plus añadido de
moralidad y honestidad, y no solamente en su faceta pública, sino también en el
ámbito de su vida privada; pues, en definitiva, existe una absoluta
incompatibilidad entre ser honesto y moralmente intachable de día y
un sinvergüenza de noche.
No hace falta ser Knack, ni doctor
en Economía por la Universidad de Washinghton como Keefer, para entender que
los comportamientos éticos tienden a beneficiar tanto a quien los practica como
a todas las personas que le rodean. Es el conocido como efecto "onda
expansiva".
Por lo tanto,
cada uno de nosotros tenemos una responsabilidad en nuestro ámbito de
actuación, tanto público como privado, que consiste en poner coto a los imbéciles
deshonestos que están arruinando nuestro país. A la vez, es el momento
de defender una ética ejemplarizante en las instituciones y en
los cargos públicos, que actúe como onda expansiva, limpie el aire
que respiramos y permita que nuestra sociedad recupere la calidad de vida y el
liderazgo que nunca debió perder. Nos va en ello el presente y también nuestro
futuro.
Purificación Pujol Capilla Jurista y doctora en Derecho