Muchos análisis caracterizan esta crisis no sólo como una
crisis económica, sino también de régimen. Una crisis que debido al impacto que
está teniendo en la vida cotidiana de muchas personas hace que estas se
empiecen a plantear todos los ámbitos que conforman este modelo social: la
organización económica, la estructura política, el carácter de la democracia, e
incluso todo el andamiaje cultural o de valores. Esto es cierto, pero sólo a medias.
Es cierto en cuanto a que esta crisis revela la verdadera
naturaleza del capitalismo decadente y ruinoso de principios de Siglo XXI, un
sistema incapaz de desarrollar ninguno de sus factores productivos, abandonado
a la ruleta especulativa que enriquece enormemente a unos pocos y condena a la
miseria al resto.
Pero este análisis de crisis como fin de régimen no es
cierto en cuanto a que aún la mayoría de la población no lo percibe como tal.
Han hecho falta cinco años para que el descontento empiece a aflorar, un
descontento con una naturaleza parcial y estanca. Un día abren el telediario
unos señores estafados por las preferentes; otro día unas señoras enfadadas
porque les cierran el ambulatorio de su pueblo; unos obreros despedidos por esa
estafa llamada ERE para al minuto siguiente ver como cubren sus puestos con
trabajadores precarios. Los ejemplos son cientos y reflejan el ambiente de
enfado y descontento, pero sobre todo de desorientación, algo así como una
pesadilla que, aunque cerremos los ojos muy fuerte, no desaparece al abrirlos.
El descrédito de la izquierda reformista (la que acepta el capitalismo como
sistema menos malo); la incapacidad de la izquierda transformadora para adaptar
su análisis y acción a la fragmentación de la clase obrera; y sobre todo, un
tenaz y refinado sistema de control ideológico que hizo olvidar a los
trabajadores quién son ellos y quién su enemigo; explican esta situación por la
que el enfado no se transforma en ideología liberadora, por la que no se
establecen relaciones entre las causas y los efectos y todos los problemas permanecen
fraccionados sin encontrar complicidades.
Sin embargo hay una idea que sí ha tenido un éxito completo
en este entorno (se ha asumido como propia y se replica constantemente a sí
misma). La idea de la clase/casta política. Esta idea básicamente opone esa
abstracción llamada ciudadanía frente a los políticos. Viene a decir que los
políticos son los culpables máximos de la situación, que sus intereses propios
son los que nos han llevado a donde estamos.
Que esta idea haya tenido tanto éxito tiene diversas
explicaciones. La primera de ellas es el bajo nivel político general de este
país y la cobardía inmensa -arrastrada como una rémora desde el franquismo- de
hablar de política en público. Es una idea de fácil aceptación en la barra del
bar; bravata que no nos compromete con nadie y nos hace parecer gente
preocupada por la situación que nos rodea. No hace tanto, quien se atrevía a
hablar en público de política desde unas posiciones de izquierda que no tragaba
con aquella gran estafa del milagro económico español (ese ladrillazo en el que
usted, querido lector, fue víctima propiciatoria) era tratado como poco con
extrañeza, cuando no con hostilidad.
La segunda causa del éxito de esta idea es que ha sido
replicada desde la ultraderecha populista (donde nace, busquen el libro que
acaudilla el término) hasta por sectores del 15M, sobre todo en aquel primer
momento -el más masivo- donde lo que parecía importar, más que la pedagogía
política de explicar por qué estamos en este desatre, era crear una catarsis
que diera salida al descontento para que no fuera una amenza real para el
sistema. Es decir, el constructo casta política se ve apadrinado por campos
aparentemente antagónicos, lo que le da una imagen de globalidad para la
sociedad que lo adopta.
El tercer elemento que explica el éxito de esta falacia es
en apariencia el más obvio: el carácter profundamente inútil, corrupto y procaz
de la mayoría de políticos nacionales, autonómicos y municipales. La crisis ha
servido como desmaquillador para esos cargos públicos electos que decían
preocuparse por los “currantes”, esos hombres llanos que un día ponían los pies
encima de la mesa de la Casa Blanca y al siguiente echaban una partidita de
dominó con cualquier paisano.
Los que nos oponemos frontalmente al término de casta
política, no lo hacemos porque defendamos a Bárcenas o a Rato, sino porque
sabemos que esta idea es inútil, en cuanto a lo que pretende criticar, e
interesada, ya que oculta a los verdaderos responsables de la crisis.
El concepto de clase política es una de esas ideas impuestas
que, sin tener base real, han tomado la realidad misma. Una clase es un grupo
social que tiene unos intereses propios en base a su relación con
el sistema económico. Esa clase puede mutar, tener subdivisiones, adoptar otras
formas, pero siempre que mantenga los intereses y la relación, seguirá
existiendo. Y los políticos no son todos iguales, ni tienen intereses propios,
ni tienen una relación directa con el sistema productivo. La primera idea nos
va quedando clara, ¿verdad? Los políticos no son una clase social en sí misma.
“Hoy, el poder público viene a ser, pura y simplemente, el
consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase
burguesa” decian Marx y Engels en el Manifiesto Comunista escrito en 1848. Como
ven lo que ocurre no es nuevo. Esta es la idea principal. No existe clase
política, lo que existe es una mayoría de políticos y una mayoría de partidos
que pretenden legitimar un sistema económico injusto y voraz con algún tipo de
sistema electoral y parlamentario. Que legislan no de acuerdo a sus intereses
(y por supuesto no de acuerdo a los intereses que dicen defender) sino a los
intereses de sus jefes: los grandes empresarios y los banqueros,
fundamentalmente.
De aquí podemos extraer decenas de análisis concretos. Por
ejemplo, en la tan de moda corrupción. Si se fijan, desde los grandes medios se
insiste en el carácter individual del asunto, en la manzana podrida, en el
malvado metido a político. Nada más lejos de la realidad. La corrupción bajo el
capitalismo es sistémica, es decir, es el capitalismo quien necesita a la
corrupción para funcionar. ¿O para qué creen que sirve el dinero de los sobres?
Para obtener jugosos contratos públicos, leyes favorables, tratos de favor.
Bien es cierto que existen paises donde la corrupción es más sibilina, donde el
poder sabe lo importante que es mantener su apariencia de legalidad para
conservar la legitimidad a ojos de la gente. O paises donde directamente la
corrupción se ejerce de forma legal mediante la forma de lobbys de presión o
financiación de candidatos presidenciales.
De ahí la inutilidad del movimiento ciudadanista o de
profundización democrática cuando sólo se queda en aspectos técnicos (sistema
electoral, democracia directa, asamblearismo, sin duda importantes) y rehuye la
crítica global del sistema económico-político. Las desigualdades no surgen de
las decisiones políticas, sino que determinados políticos son los ejecutores de
las necesidades del poder económico. Así, por ejemplo, la privatización de la sanidad
no es un capricho de Güemes, sino que este ejerce de mamporrero -de pelo
absurdamente frondoso y brillante- para los inversores que posiblemente
apostaron por él. Esto tiene su efecto en las protestas: si nos fijamos se
rodea el congreso pero no la sede de la CEOE o de Goldman Sachs. ¿Ignorancia o
desvío de la atención?. Algunas veces parece que seguimos teniendo ese carácter
infantil que nos hacía gritar al lobo del guiñol, cuando la verdad es que
detrás del lobo había una mano que lo manejaba.
Por otro lado, esto de la casta política, en un momento de
crisis, sirve para que opciones políticas con tradición de combatividad y
postulados actuales anticapitalistas no crezcan, o al menos no lo hagan lo
suficiente. Porque sí, porque todos los políticos no son iguales. Porque decir
que Montoro y Alberto Garzón son lo mismo es una canallada política; porque
decir que las CUP y CIU son lo mismo es grotesco; porque meter en el mismo saco
a Tania Sánchez Melero y Ana Botella es terrorismo intelectual. Y la cuestión,
no es siquiera las personas individuales -aquí es como en la corrupción
pero justo a la inversa- es entender que hay organizaciones políticas que
responden a unos intereses diferentes de los del poder económico. Es comprobar
cómo la dialectica entre los trabajadores y sus organizaciones se demuestra
cierta, y cuanto más avanza el combate, la protesta y la manifestación social,
más espacio hay para alternativas políticas que respondan a ese movimiento.
Podríamos decir que mientras que las organizaciones de izquierda son máquinas
(mejor o peor engrasadas, ese es otro tema) para la lucha política de los que
menos tienen, de los de abajo, de los trabajadores, los partidos de derecha son
cáscaras huecas sustituibles según sea oportuno (Francia es un buen ejemplo de
esto).
Lo fundamental es entender, por nuestros intereses, que no
se trata de clase política y ciudadanos, se trata de diferentes clases de
políticos y diferentes clases de ciudadanos; ciudadanos con intereses
contrapuestos: unos tienen el poder económico y otros la fuerza de trabajo;
unos la necesidad de explotar a los otros para mantener sus niveles de vida
escandalosos y otros de librarse de esa explotación para tomar las riendas de
sus vidas.
Llegados a este punto deberíamos hacernos la siguiente
pregunta: ¿lo de la casta política es producto de la confusa situación de
indignación o hay algo más detrás?
Partiendo de la base de, como he dicho antes, que el
nacimiento del término tiene lugar en esas sacristías de la reacción que son
los medios ultraderechistas, y que sus voceros no tienen reparo en hacer uso
del término una y otra vez, deberíamos empezar a sospechar lo peor. Y no sólo
en el sentido del interés de alimentar la confusión que evite que la izquierda
transformadora crezca.
¿Qué es el PP? A mí me recuerda a aquella película llamada La
invasión de los Ultra Cuerpos. Un envoltorio en el que caben
diferentes intereses, todos relacionados con la posesión de los medios de
producción: desde los pequeños caciques regionalistas, hasta la gran burguesía
centralista; desde las sectas ultracatólicas, hasta los creyentes en ese dios
llamado especulación; desde el gran financiero, hasta el negrero de polígono
industrial; pasando por elementos declaradamente franquistas o émulos del
tea-party norteamericano. El único pegamento que mantiene unido al Partido
Popular no es una ideología concreta, sino el amor al dinero y el odio hacia
todo lo que huela a pérdida de sus privilegios. ¿Soy el único que se acuerda de
cómo en el 2004 hubo hostias -literales- en Valencia entre zaplanistas y campsistas?¿Respondía
esto a algún tipo de escaramuza ideológica o más bien a qué familia controlaba
el dinero público?. El Partido Popular es el partido de la burguesía española,
responde sobre todo a los intereses de los grandes bancos y las multinacionales
(empresas públicas privatizadas) que son quienes dominan este país. Pero su
base de afiliados se fundamenta en el clientelismo, en esa corrupción
institucionalizada y socializada, tan zafia y casposa, retratada por Berlanga
en La Escopeta Nacional o en los palmeros de chándal de táctel
aplaudiendo a Camps a la salida del juicio.
El poder no juega nunca con una sola mano de cartas.
Mientras que las cosas iban medio bien para el PP no importaba atizar desde el tdt-party con
lo de la casta política: los votantes de derechas suelen ser profundamente
acríticos con sus partidos. El mensaje iba dirigido, sobre todo, a esa masa de
personas desinformadas, adictas al lenguaje grosero y populista de los medios
ultras, pero que por su posición social (la mayoría de ellos trabajadores con
problemas económicos) podían girar en tiempos de crisis a opciones de
izquierdas.
Cuando las cosas empiezan a ir mal para el cascarón vacío
que utiliza el poder para llevar a cabo sus propósitos, ya tenemos el caldo de
cultivo para que nos impongan una tecnocracia desde la Troika; o remozar al PP
al modo (aún más) ultra (o en serio piensan que Pedro J., uno de los personajes
más oscuros y dañinos de este país, ha destapado lo de Bárcenas por su espíritu
democrático…); o bien apostar por una tercera opción comodín como puede ser
UPyD.
¿Qué es UPyD sino un cascarón vació donde cabe todo? UPyD
puede ser el recambio del PSOE si este se acaba de desplomar definitivamente,
UPyD puede ser el recambio del Partido Popular si es imposible mantenerlo por
el desgaste de la crisis o la escandalosa financiación ilegal. O incluso UPyD
puede ser ese fascismo de rostro amable con actor cabeza-hueca pero atractivo
para el público, que diga esa frase de: “En este país lo que hace falta es mano
dura y orden” aprovechando las contradicciones con la burguesía de derechas
nacionalista del PNV o CIU. Nunca se fíen del “no somos de derechas ni de
izquierdas”, los fascismos empezaron igual.
El fascismo no es otra cosa que la respuesta desesperada de
la burguesía ante la posible revolución. Esto es, antes de perder sus
privilegios prefieren otorgar el poder a esa alternativa populista que les
despega de la culpa y que instaura el sistema de la dialéctica de las
pistolas. O dicho de otra forma, la democracia que vivimos, esa que otorga
el voto al vagabundo que se muere de hambre, les vale mientras que salgan los
partidos que defienden sus intereses; cuando ven peligrar su modo de vida, no
tienen ningún pudor en financiar otra opción que les permita seguir conservando
su riqueza aunque sea en base a cargarse su legitimidad -y la libertad y la
vida de muchos-.
¿Exageración? Miren a Grecia y su Amanecer Dorado y la
connivencia con el PP griego, la policía y el ejército. Ya buscaremos luego la
cabeza de turco para justificar las medidas “excepcionales”: los inmigrantes,
el paro, algún “estado terrorista” de la orilla sur del Mediterráneo… Lo que
sea. Que nadie se espere un general de bigote afilado y mirada torva: el
fascismo del siglo XXI será un fascismo con rostro de sitcom.
A mí me parece estupendo dar caña al bipartidismo, principal
mediador político de la situación de herrumbre de este país; o al sistema
institucional, un mero aparato para salvaguardar los intereses de clase de la
burguesía. Me parece genial destapar de una vez por todas esa mentira llamada
“ejemplar” Transición, donde unos lo cedieron todo y otros casi nada. Pero me
parece estupendo siempre que esta crítica -despiadada si es necesario- vaya
unida indefectiblemente al sistema económico del que surge toda la desigualdad
criminal: el capitalismo.
Lo otro, lo de la casta política, al final vale para leer
aberraciones tan grandes como proponer como salida a esta situación “Una
Constitución cuya redacción sea tutelada, si es necesario, por juristas
constitucionalistas de los EE. UU. y la Unión Europea. Si no sabemos hacerlo
mejor, pidamos ayuda a aquellos que sí saben” (Cristian Campos, El Virus se
extiende, Jot Down) y que decenas de miles de lectores lo aplaudan
enfervorecidos, sin darse cuenta de que precisamente esa es ya la situación
actual: nuestra soberanía económica es dictada a manu militari por la mafia
financiera internacional, y su representación institucional, llamada Troika.
Nunca me he fiado de los advenedizos, ni de la gente que se
da golpes en el pecho con el palillo en la boca, ni de los que dicen “verdades
como puños”. Y lo de la casta política es eso, alimento putrefacto envenenado
por el apoliticismo.
Lo único que nos queda, en un momento tan jodido como este,
es el análisis, la ideología, la organización. El espíritu sumamente crítico
incluso con lo que parezca indignación, porque quizá, precisamente por ahí, es
por donde intentarán colarnos a los nuevos camisas pardas.
GRUNDmagazine. Por Daniel Bernabé.