Los hispanistas han ejercido en su mayoría
una especie de arbitraje sobre la veracidad de nuestra historia. Les debemos
una buena parte del conocimiento de nuestro propio pasado y una capacidad
diagnóstica sobre nuestro futuro, no contaminada por pasiones ni pulsiones. De
ahí que resulte poco menos que imprescindible el último ensayo de John
H. Elliott, catedrático emérito de Historia de la Universidad de Oxford y
Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Se titula Haciendo
historia (Taurus, 2012).
Elliot es, sin duda, el historiador más experto de entre los
hispanistas en el siglo XVII español y, seguramente, el mejor
conocedor del Conde-Duque de Olivares, valido de Felipe IV y
coprotagonista del conflicto bélico catalán en 1640, el episodio del que arranca
-tanto como de 1714 y de la abolición por Felipe V de las
constituciones catalanas y la vigencia de los Decretos de Nueva Planta- el
segregacionismo de Cataluña. Una singularidad que el pasado miércoles se
concretó -si bien con una mayoría insuficiente para impulsar un proceso de
secesión- en la declaración de soberanía aprobada por el parlamento
catalán (85 a favor, 41 en contra, 2 abstenciones y 7 ausencias). En la
declaración se apela a la historia, y de lo que se trata es de indagar hasta
qué punto la historia ofrece razón y sostén a la pretensión de soberanía.
Basta leer a Elliott para comprender que, pese a sus
averiguaciones exhaustivas, Cataluña no ha sido nunca ni “un Estado-nación
embrionario” ni “según les gusta describir a algunos historiadores catalanes,
un Estado-nación pero con soberanía imperfecta”
Elliott terminó su ensayo en agosto del pasado año, de modo
que ya tenía sobrada noticia del fuerte movimiento independentista en una
Cataluña que él conoció en su juventud de manera casi exhaustiva. Vivió
en Barcelona, aprendió catalán y formó parte de la escuela de Jaume Vicens
Vives, un historiador que, siendo catalanista, desposeyó el relato del
Principado de la mitología en la que otros autores lo habían introducido.
Nuestro historiador sostiene que Cataluña, como España, Gran Bretaña y Estados
Unidos en determinados momentos de su historia, padece del “síndrome de
la nación elegida”.
Es un síndrome al que sucumben las “naciones que se
consideran a sí mismas encomendadas por Dios con una misión providencial que
únicamente ellas pueden cumplir”.
Una derivación de este síndrome es, según
Elliott, el sentimiento colectivo de considerarse “víctima inocente” al
que “tienen tanta propensión (…) las naciones poseídas por un fuerte sentido de
su propio carácter excepcional, pero incapaces, ya sea por un motivo u
otro, de alcanzar el estatus y las oportunidades a que creen tener derecho.”
Y sigue el historiador: “Las comunidades nacionales que
sucumben a este síndrome tienden a verse a sí mismas como víctimas
permanentes de fuerzas malignas que emanan de uno o varios vecinos más
poderosos”. Y llega a la conclusión de que “los catalanes del siglo XIX y
XX fueron animados a ver su pasado como la historia de un intento pernicioso
por parte de sus vecinos castellanos, desde principios del siglo XV
en adelante, de socavar sus instituciones y modo de vida para destruir
finalmente su identidad distintiva como pueblo”. Sería suficiente esta cita
para entender que el victimismo -no exclusivo de Cataluña- se ha ido trabando
durante mucho tiempo, pese a que Elliott en su decisiva obra La
rebelión de los catalanesreconoce su “determinación de liberar la
historia de Cataluña del siglo XVII de las garras de la mitología nacionalista”.
Propósito que el historiador británico ha conseguido en el ámbito de la
comunidad académica, pero no en los de la política y la intelectualidad
española, enfeudados, bien en la ignorancia, bien en la interpretación sesgada
de los aconteceres pasados de nuestra convivencia.
Basta leer a Elliott para comprender (páginas 70 y
siguientes) que, pese a sus averiguaciones exhaustivas, incluidos estudios
comparados con el Estado franco-condado, Cataluña no ha sido nunca ni
“un Estado-nación embrionario” ni “un Estado-nación abortado” ni “según les
gusta describir a algunos historiadores catalanes, un Estado-nación pero con
soberanía imperfecta”, llegando a la conclusión de que “ya hay una nueva
generación en la España oriental que corre el peligro de alcanzar la madurez
bajo la impresión de que la historia de su territorio natal se detiene en las
orillas del rio Ebro. Con tal enfoque inevitablemente se retrocede a la
historia nacionalista estrecha y cerrada que historiadores de la talla
de Vicens Vives se propusieron ante todo desacreditar”.
Estas reflexiones del casi indiscutido Elliott sirven para
valorar lo que está ocurriendo en Cataluña. Aunque no exclusivamente allí.
Porque el historiador británico -que no deja de explayarse sobre aspectos en
los que la queja catalana ha tenido y tiene razón y razones- amplia el angular
al sostener que “para bien o para mal, durante siglos de unión con un vecino
más poderoso, Cataluña, Valencia y las provincias vascas, así como
Escocia, Gales e Irlanda, han formado parte de un Estado, de carácter más o
menos compuesto, cuya historia han compartido. No se puede hacer tabla rasa
eliminando este quizá incómodo hecho histórico y reescribir la historia de las
regiones y comunidades individuales como si nunca hubiera ocurrido”. Sin
embargo, el miércoles, en el parlamento de Cataluña, así se hizo.
José Antonio Zarzalejos. El confidencial.
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