El mandatario uruguayo
es un líder de enorme talla que se ha convertido en un referente de la
izquierda latinoamericana.
En la entrevista con
el director de EL PAÍS, habla de la paz en Colombia, de EE UU o de la
legalización de la marihuana.
José Pepe Mujica me recuerda que Uruguay disfrutó durante décadas de niveles de desarrollo institucional y bienestar
comparables a los de cualquier país europeo, asentó lo que se podría describir
como una democracia avanzada a principios del siglo pasado y se adelantó en
otorgar el derecho de voto a las mujeres (1927), el divorcio (1917) o en
extender la educación gratuita, obligatoria y laica. Al rememorar esa época,
cuando se conocía a Uruguay como la Suiza de América, el presidente no oculta
una chispa de picaresca irreprimible en los ojillos mientras posa su mano sobre
mi brazo:
—Mi país es un país
pequeño; si hubiera sido grande se diría ahora que la socialdemocracia empezó
en Uruguay.
No le falta razón, desde
luego, y su reflexión me lleva a imaginar que si Uruguay fuera un país grande,
en términos históricos, entonces él quizá sería uno de esos gobernantes cuya
estatura inspira a millones de personas más allá de las fronteras nacionales,
influye sobre otros líderes y se asegura una impronta profunda en la política
de su tiempo. Tras una larga conversación el jueves pasado a primera hora de la
mañana, salgo de la residencia del embajador en Madrid convencido de que, si
Uruguay fuese un país grande, efectivamente la socialdemocracia se hubiera
inventado allí. Pero también de que en un país grande habría sido muy difícil
que la personalidad de Mujica se hubiese abierto paso hasta las altas poltronas
del poder, una vereda de imposible tránsito para aquellos que renuncian de
forma absoluta y expresa a someterse a la política y a sus exigencias, al menos
como se conocen desde que las formulase Maquiavelo.
No hay que darle oportunidades a
los más reaccionarios de Estados Unidos.
El presidente, de 78
años, resulta conocido por vivir en una casita modesta, de apenas 45 metros
cuadrados construidos, vieja de caerse a trozos, sin personal de servicio, en
las afueras de Montevideo, donde cocinan él o su esposa cada día y donde
plantan flores en un pedazo de tierra y que antes vendían en los mercados. Una
cueva, en palabras de Luis Alberto Lacalle, adversario político. Todo ello
contribuye a alimentar los clichés que tratan de reducirle a una figura
marginal o excéntrica, pese a que, de cerca, Mujica muestra hechuras de líder
de enorme talla, en un momento en que el poder se deshilacha y los grandes
dirigentes escasean. Algunos de sus planteamientos —“el mensaje del chavismo
tiene vocación democrática”— resultan de difícil digestión para cualquier
observador independiente, pero Mujica sabe equilibrar de inmediato sus
abandonos temporales de la corrección política con abruptos golpes de realismo
político. Cultiva relaciones con el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos,
con el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, las tuvo con Hugo
Chávez, de una manera u otra se encuentra en el centro del universo de la
izquierda latinoamericana, mantiene lazos con todos y habla con conocimiento de
primera mano de sus políticas. Le comento todo lo anterior para averiguar cuál
es la figura política que más ha marcado a América Latina en tiempos reciente.
Contesta rápido, sin dudar ni un segundo, como si esperara la pregunta o como
si hubiese interiorizado la respuesta mucho tiempo antes:
—Lula.
—¿Y por qué?
—Es un personaje
histórico. De gran altura simbólica. ¿Por qué? Porque construyó primero una
central, construyó un partido, luchó por el Gobierno, tiene un liderazgo
natural, no se aferra a él, sabe que tienen que sucederlo. La muerte le estuvo
golpeando, probablemente le sirvió para pensar. A veces no es tan mal compañera
la muerte cuando cae en extremo; pero una amenaza, el tener en juego la vida y estar
en la cama y en el hospital, eso ayuda a ver lo relativo de nuestra pequeñez y
mirar más lejos. Cualquier causa importante supera la vida, el paréntesis de
una vida humana, es allí donde deben expresarse construyendo colectivamente.
Pero, bueno, los hombres estamos sometidos al espejo y al despiadado amor a la
vida y a veces en la flagrancia de determinadas posiciones no deja de haber un
brutal amor a la vida. Y ha sido una tendencia humana.
Hay que tener el coraje de
plantear la legalización de la marihuana.
De la izquierda en América Latina.
Al sentarse para la
charla, el presidente pide un té, le ofrezco mi taza recién servida y la acepta
porque no le añadí azúcar. Mujica es un gran consumidor de mate, la infusión
nacional argentina y uruguaya, de sabor amargo. Me doy cuenta de inmediato de
que resultará imposible mantener una entrevista clásica de pregunta y
respuesta. Su alocución desborda cualquier molde, a preguntas concretas
responde con grandes elaboraciones que evaden los compromisos cuando él desea
evadirlos, pero ellas contienen siempre suficientes elementos de interés y de
verdad como para mantener la fascinación, mezclan observaciones precisas con
gigantescos meandros discursivos sobre la vida, la muerte, el amor o la
generosidad. El primer ejemplo de lo anterior se produce cuando trato de
indagar sobre su relación con Argentina, nunca exenta de tensiones comerciales
y agravada de forma reciente tras su
declaración de que la “vieja”, en alusión a la presidenta Cristina Fernández de
Kirchner, resulta más insufrible que “el tuerto”, su marido, Néstor Kirchner, ya fallecido.
—Maravilloso. Argentina
es maravillosa. Argentina es un país bárbaro. No, yo no me quejo; la quiero en
pila, además en sentido trascendente. Compartimos una argentinidad. Soy
federal. Artigas [el gran líder de la independencia en Uruguay] es un héroe
argentino en sentido macro. Es el fundador del federalismo en el Río de la
Plata y si algún día la nación se construye será una nación federal con una
fuerte independencia. Pero no quiero hablar de estas cosas con un español
porque… ¡coño!
Me resigno pues al
formato de entrevista-río sobre el bien y el mal que el presidente uruguayo
impone sin imponer, que no carece en absoluto de seducción, como compruebo a
medida que avanza y me obliga a dejar de lado el cuestionario y a concentrar
toda mi atención en desmadejar y responder a los hilos de pensamiento que él
trenza a velocidad de vértigo.
Mujica fue guerrillero tupamaro hasta su
detención en 1972. En total pasó 15 años de su vida en prisión, muchos de ellos
en confinamiento solitario, en condiciones extremas, sometido también a
tortura. Del radicalismo de inspiración cubana de sus años guerrilleros, el
presidente de Uruguay ha pasado a convertirse en un gran teórico de los consensos
entre poder y oposición, del papel del Estado, convencido de la necesidad de
primar las instituciones, incluidos los partidos políticos, por encima de los
caudillismos, de nefasta huella en el continente. Queda en su discurso, no
podría imaginarse de otra manera, una suerte de radicalismo de baja intensidad
en el pensamiento que contrasta muy vivamente, sin embargo, con el ejercicio
habitual de la política en América Latina, de Europa ya ni hablamos.
—¿Cómo es el juego de
billar? Es muy importante los tantos que usted pueda hacer con la bola. Pero
tan importante como eso, o más, es cómo queda su bola.
—Para la siguiente
jugada.
—Para la siguiente
jugada. Esta es la cuestión. No solo lo que uno hace, porque no se puede
construir algo importante de largo plazo si no se logra un cierto margen
indirecto de influencia en la propia oposición. Por lo menos en los niveles más
racionales de la oposición, porque en el fondo hay que construir con todo. ¿Es
un camino largo? Sí, pero me parece que a la larga es el único posible.
Y sin embargo, le digo,
la tentación de la reelección y del caudillismo siguen siendo grandes en el
mapa político de América Latina, donde hasta en las democracias más asentadas
se han visto forzados los mecanismos constitucionales para permitir nuevos
mandatos a la medida de gobernantes que se han visto a sí mismos
imprescindibles para el futuro de sus naciones, por encima de partidos,
instituciones y sociedad civil. Lo hizo Chávez, Correa, Morales. En su día,
también Uribe cayó en la tentación. En Argentina está por ver. Le pido a Mujica
cómo puede explicar esta deriva en todo el continente desde su experiencia en
Uruguay.
Lula es la figura que más ha
marcado a América Latina en tiempos recientes.
—Porque las
personalidades terminan ocupando más escenario que los partidos. Los partidos
aseguran la sucesión de las causas, las personalidades están sujetas a la
biología. Obviamente que se precisan personalidades, pero en Uruguay, los que a
la larga vienen decidiendo son los partidos. En otros lados no es así, influyen
muchísimo hasta las personalidades coyunturales. En Argentina, usted puede
hacer cualquier cosa, pero si aspira a luchar por el Gobierno tiene que ser
peronista, y peronista es un todo, y después son varias cosas a su vez, y eso
es como una cultura que se generó y no se puede desconocer. Allí hay izquierda,
hay centro, hay derecha, hay de todo. ¿Cómo se combina eso? Es el artilugio de
la política. En Chile creo que están jugando las personalidades hoy muy fuerte,
daría la impresión, y hay un relativo debilitamiento de los partidos.
—El caso extremo sería
Venezuela.
—Venezuela tiene una de
las contradicciones más severas porque era muy fuerte la personalidad de
Chávez. Absorbía y cubría todo el escenario y es probable que tuviera tal peso
que mitigaba penurias de gestión que son históricas en Venezuela, que no son de
hoy, que son hijas de una sociedad abundante en recursos naturales y que
cohabitó y se acostumbró mucho a vivir de los recursos naturales. Cuando uno ve
el precio interno del combustible en Venezuela y todavía una buena cantidad de
ese combustible se va de contrabando para Colombia, ¿cómo se sostiene esto?
—Yo diría que no se
sostiene.
—Venezuela tiene la
intención política de ir a pasos muy acelerados en una construcción un tanto
socializante. ¿Qué cosas tiene a favor? La más fuerte, a mi juicio, es que el
proceso histórico terminó depurando totalmente a las Fuerzas Armadas y son unas
Fuerzas Armadas chavistas, pero son Fuerzas Armadas, y así como las gallinas
están programadas para poner huevos, las estructuras militares una vez que
toman un rumbo, tienen un peso. Eso es una de las seguridades que tiene el
régimen.
—Yo no lo veo como algo
positivo.
—Pero, a su vez, mire
qué paradoja. De haber una rotación política se puede tensionar mucho la
sociedad venezolana. Ojalá que no, ojalá que esto no pase. Yo creo que en
Venezuela hay que ayudar en todo lo que se pueda a buscar racionalidad. No
comparto el tono de la discusión y todo eso, porque una izquierda que quiera
ser democrática, y el mensaje chavista lo es, tiene que acostumbrarse a vivir
con la oposición y la oposición tiene que acostumbrarse a convivir. Es una
evolución de madurez en las sociedades. Las transformaciones socializantes no
pueden ir contra la democracia.
Lo más importante que pasa en
América Latina es el proceso de paz en Colombia.
—¿Eso se lo dijo a
Chávez?
—Estas cosas yo se las
he dicho a Chávez hablando.
—¿Y qué le contestó?
—Los consejos no sirven
nada más que para pasar un buen rato. De respeto. Los seres humanos,
desgraciadamente, aprendemos apenas un poco de lo que vivimos, no de lo que nos
aconsejan.
—Esto es, le escuchó los
consejos, pero no se mostró muy dispuesto a aplicarlos.
—Yo creo que globalmente
el Caribe, en términos genéricos, es de posturas y lenguaje como terminantes;
con posiciones muy en blanco y negro. Y eso es difícil. Pero en general, en
América Latina nunca tuvimos lo que tenemos hoy. Nunca. Nunca tuvimos
instituciones, por ejemplo, como Unasur, que se llaman telefónicamente todos
los presidentes de América y en menos de 24 horas se juntan y deciden cosas
importantes desde el punto de vista de la política, siendo de composiciones
distintas.
—La reunión de Lima de
Unasur en la que se decidió el apoyo a Nicolás Maduro tras su controvertida
elección fue polémica, francamente.
—Fue y tenía que ser
polémica. Claro que tenía que ser polémica. Ahora estamos en una encrucijada:
lo más importante que está pasando en América Latina es la tentativa de
construir paz en Colombia. Es una de las cosas más importantes en las últimas
décadas que han pasado y en todo lo que se pueda hay que tratar de ayudar.
—Lo está liderando el
presidente Santos, que no viene precisamente del universo intelectual y
político de la izquierda.
—Sí señor, pero tiene
mérito por ello. Tiene mucho mérito por ello. Es, definitivamente, un hombre
abierto que resiste el cansancio y transforma en política el cansancio de una
guerra interminable a lo largo de décadas y que está buscando un paréntesis y
que debiera recibir un caluroso apoyo de la comunidad internacional. Pero que
tiene obstáculos muy grandes porque tantos años de guerra se han transformado
en intereses contradictorios, en una multitud de cosas y, obviamente, mucho
dolor y cuando hay mucho dolor se apela al sentimiento de justicia. La justicia
y el dolor en estas cosas andan al filo de la navaja con la venganza hacia un
lado y hacia el otro. Si entran en ese camino no salen más de la guerra. Lo
prioritario es la paz, la paz y la paz.
Del progreso social.
Por mucho que Mujica
predique la necesidad de consensos amplios con las oposiciones, internas y
externas, como forma de consolidar los avances sociales, lo cierto es que las
leyes adoptadas sobredespenalización
del aborto (octubre de 2012), matrimonio
homosexual(abril de este año) o la norma aún en discusión para que
el Estado controle la producción y venta de marihuana no lo fueron sin una
notable contestación interna. Las dos primeras han confirmado la posición de
Uruguay como uno de los países más liberales de América Latina. Luego está la
lucha contra la pobreza extrema, lacra que ha recorrido el continente sin
distingos durante décadas, ha inflado las retóricas de los gobernantes que no
pudieron o supieron ofrecer resultados concretos, y que solo en los últimos
años comenzó a ofrecer esperanza a millones de personas en Brasil o Colombia.
“Históricamente, Uruguay ha sido el país más equitativo de América Latina”,
explica Mujica, “el que distribuyó mejor, pero la crisis de 2002 y algunas
cosas de la década de los noventa afectaron mucho a la desigualdad. Mucho. Se
está corrigiendo”. Más de 800.000 personas, según sus estimaciones han logrado
escapar a la miseria, “aunque nos queda un núcleo duro, que hace mucho tiempo
está desvinculado del mercado laboral y que no es un problema que se arregle
solo con plata”.
En Venezuela hay que ayudar en
todo lo que se pueda a buscar racionalidad.
La
legalización de la marihuana es el proyecto que más resistencias ha encontrado,
va para un año que el Gobierno la presentó, la demora coincide con las
opiniones mayoritariamente en contra de los ciudadanos y nadie está seguro de
que la norma vea finalmente la luz. El presidente niega que se planteen medidas
a favor de la marihuana, se trata de una adicción, una plaga, es tajante sobre
ello. Pero a continuación viene el toque Mujica, el desmarque de lo
políticamente aceptable que descoloca a sus adversarios, la reflexión que hacen
expertos y algunos expresidentes, pero que se guardan bien de formular los
gobernantes en ejercicio. Él no:
—¿Por qué lo planteamos?
Porque somos uruguayos, porque estamos en la historia. Allí discutieron en la
década de 1910 el asunto del alcohol. ¿Sabe lo que hizo el Estado?
Monopolizó
la fabricación de alcohol de boca para eliminar los que entreveraron alcoholes
de madera. Lo entró a cobrar caro. Y ahí sacaron una rentabilidad para atender
salud pública.
¿Qué hicieron los craks del mundo? La ley seca de Estados Unidos
mire cómo le fue y hasta Stalin quiso prohibir el alcohol. Chuparon más que
nunca. No. En mi país con la marihuana queremos hacer un camino de ese tipo.
Ahora, ¿si hay solución contra el narcotráfico? No sabemos. Es un experimento.
Es un experimento por lo siguiente: esto lleva casi 100 años que estamos
reprimiendo. ¿Y? ¿Dónde están los triunfos? Les ganamos todas las batallas:
tantos kilos acá, el barquito este, lo otro, pero sigue funcionando. Y esa es
la batalla. Yo creo que es una actitud conservadora. Se echaron a vivir
aparatos de combate, fuertes, que viven de eso. Y ahora tienen esa lógica,
también presionan. Se transforman en instrumentos de presión política.
¿Perdemos, no perdemos? No importa. Nos parece que hay que tener el coraje de
plantear esta discusión. Y veremos hasta dónde llegamos.
Del español y del catolicismo.
De
Madrid, Mujica tenía previsto viajar ayer sábado a Roma para verse con el Papa. No asistió a la entronización de Francisco en marzo porque esa era una
fiesta de la cristiandad, según explica, y del catolicismo. “Y yo no soy
católico; soy ateo; aunque voy camino de la muerte todavía no me he podido
reconciliar con la idea de Dios”. Pero sí se ha reconciliado con la idea del
Papa, o al menos de visitarle. Por qué ahora, le pregunto, pese a que no se me
ocurriría preguntarle a ningún gobernante del mundo por las razones para
conocer al Pontífice, de obvias como son, pero con Mujica nunca se sabe.
—Ojo, los
latinoamericanos tenemos dos grandes instituciones comunes: la lengua. Porque
el portugués, si hablas despacio, se entiende. Y la otra es la Iglesia
católica. Esas son las columnas vertebrales comunes que tenemos en nuestra
historia y no reconocer el papel político de la Iglesia católica es un error
garrafal en América Latina. Y yo, por más ateo que sea, no voy a cometer ese
error. Tengo hondo respeto; no quise venir a saludarlo porque me daba la
impresión que era una fiesta del catolicismo y me pareció que hubiera sido un
error. Ahora, no reconocer el peso indirecto, espiritual que tiene en la gente
Roma, y bueno, además teniendo un Papa del barrio.
—¿Qué piensa tratar con
él?
—Colombia.
—¿Por qué?
—Pedirle que en la
manera de lo posible que haga todo lo que pueda por apoyar el proceso de paz
para Colombia porque yo le doy una importancia brutal. Porque esa puede ser la
puerta de entrada de la parte más reaccionaria de la política americana que, por
suerte, en el horizonte se están despejando algunas cosas en la medida de que
ese ser político gigantesco que es adicto al petróleo solucione internamente su
problema energético. Bueno, ya no tendrá necesidad de andar con el garrote
poniendo orden en el mundo porque eso tenía mucho olor a petróleo siempre y
puede ser que vivamos un poco más tranquilos. Me estoy refiriendo a no darle
oportunidades a esa parte más reaccionaria que hay ahí dentro de Estados
Unidos. Yo no pongo a Estados Unidos, a todos, en la misma bolsa. Obama no es
de esa parte reaccionaria. Pero hay que cuidarse de eso porque ese animal
existe. Basta leer los discursos, escuchar y uno se da cuenta de que eso
existe.
La transformación social no
puede ir contra la democracia.
De la sobriedad como mensaje.
La conversación se
acerca a su final. Fuera, en el jardín, están preparadas ya las cámaras y los
focos para una entrevista con la televisión. Mujica explica que, más allá de la
política, siempre ha aspirado a dar ejemplo de compromiso con la sociedad en la
que vive, que no gusta de los grandes gestos, que el mejor dirigente no es el
que hace más, sino el que, cuando se va, deja un conjunto que le supera con
ventaja. “Eso se verá con el tiempo”, dice de forma pausada. “A eso aspiro”.
Esa es la razón, le digo, de haber evitado el palacio presidencial, los trajes
a medida, de vivir en una casa tan modesta, de renunciar al personal de
servicio. Se trata de un mensaje muy potente. Tanto para sus conciudadanos como
para otros gobernantes. ¿Cree que resuena, le pregunto, que tiene algún
impacto, que no se trata de un gesto quijotesco perdido en la gran política,
ahogado por el poder y la riqueza?
—No. Como mensaje
molesta. Porque los que despilfarran lo toman como una crítica. Y las críticas
siempre duelen. Pero no tiene que ver con una postura política; es un
convencimiento filosófico de raíz muy vieja. Yo viví muchos años en los que la
noche que dormía en un colchón ya estaba contento. Cuando salí de eso, me di
cuenta de que para vivir medianamente feliz no se precisa de tanto cacharro y
tanta cosa como nos complicamos la vida. Pero en medio de la sociedad de
consumo, no puedo pretender que la gente entienda eso.
Luego se levanta, se
despide efusivamente y mientras se encamina hacia el jardín se vuelve al
personal de la residencia del embajador y pide con voz firme:
—Mate.