Estos
últimos tiempos Margaret Thatcher ha regresado a la actualidad mundial, por una
parte por la película sobre su vida política y por otra porque su filosofía
ultra liberal ha calado en los políticos de la derecha española y tanto CIU
como el PP aplican sus premisas más básicas.
Decir
que si un servicio público es deficitario debe cerrarse, es como decir que
todos los ciudadanos no son iguales y no tienen los mismos derechos ante la
administración.
En
estos más de treinta años de democracia hemos vivido como nuestro país ha
construido un tejido social y administrativo que ha permitido el crecimiento de
una sociedad mucho más justa y responsable. El acceso a una educación pública
de calidad, o un sistema de salud publico eficiente han generado grandes
mejoras sociales.
La
mejora en el sistema de pensiones abordada especialmente durante los gobiernos
de izquierda han intentado dignificar la vejez y erradicar en algunos casos,
una pensiones de miseria que sometían a nuestras ciudadanas y ciudadanos
trabajadores a una vejez llena de pobreza y privaciones.
Los
servicios públicos deben valorarse por su bien público y no por su cuenta de
resultados, un servicio público está financiado por el dinero de las ciudadanas
y ciudadanos, no por el dinero de un gobierno, dado que este solo
tiene delegada su gestión, no su propiedad.
Estas
políticas ultra liberales son las generadoras de la situación actual, la
eliminación de controles sobre la banca y los grandes monopolios han permitido
la externalización de los beneficios y ahora la socialización de las pérdidas y
al final siempre quiere que paguemos los mismos.
Tras la caída del llamado “Estado de Bienestar” (años 1980), en la era
de Margaret Thatcher en Inglaterra, y de Ronald Reagan (en
los Estados Unidos de Norteamérica), el mundo ha vuelto a mirar hacia el viejo liberalismo de Adam
Smith, sin llegar a las exageraciones del liberalismo manchesteriano inglés.
Más libertades para el mercado nacional e internacional, menos trabas de todo
tipo, un menor Estado o menos intervencionista, globalización e
internacionalización de la economía.
Un globo terráqueo es la representación cartográfica tridimensional de la
esfera terrestre. Ofrece al observador una imagen con distancias iguales, áreas
iguales y características angulares iguales, algo imposible de apreciar en un
mapa bidimensional. El resultado es una imagen continua sin saltos ni brechas.
Al alemán Martín Benhaim se atribuye el haber hecho el primer globo terráqueo
moderno en 1492, coincidente con el viaje de Cristóbal Colón. El uso actual de
la palabra “globalización” para designar el fenómeno de una economía
mundializada refleja una concepción claramente liberal y capitalista.
Para los voceros y partidarios de este proceso, la mundialización es
inevitable y el país que no entre al juego de esta ronda o rueda internacional
va a quedar fuera, como un país paria y un seguro perdedor. Los países que se
resistan a ser salvados por este nuevo mesianismo globalista, serán condenados
al ostracismo o al infierno.
Para alcanzar el nirvana del libre mercado y disfrutar de los beneficios
anunciados de la “mundialización” se recomiendan dos métodos, que pueden
utilizarse por separado o simultáneamente. Las alusiones a casos recientes de
países de América Latina son obvias.
1º La reducción del Estado como agente económico. Significa
eliminar cualquier tipo de subsidio a la producción o al consumo, reducir al
mínimo políticamente posible los gastos sociales en educación, salud, vivienda
e infraestructura y, desde luego, entregar a la iniciativa privada - de
preferencia extranjera- cualquier empresa productiva de propiedad pública o
mixta. En consecuencia, el ideario de la privatización (considerada como la
varita mágica para extender la economía de mercado) se ha transformado en parte
esencial del dogma neo–liberal que estamos comentando.
2º La apertura de la economía nacional a la economía global.
Este método, por el cual se nos abrirían las puertas al cielo, es la apertura
total e irrestricta de las fronteras. Adiós aranceles, tarifas, cuotas,
impuestos, medidas protectoras y otros mecanismos que puedan oler a
nacionalismo o, peor todavía, a estatismo o socialismo. Con ello, se nos dice,
nuestros países se harán más competitivos y eficientes, bajarán los costos y
aumentarán los beneficios, lograremos exportar y conquistar mercados mundiales,
aumentará el empleo, se acelerarán las tasas de crecimiento económico y el
bienestar generalizado se extenderá como crema batida en un pastel.
Es un hecho objetivo y no una mera apreciación personal que los sistemas de
economía de mercado que han terminado por imponerse prácticamente en todo el
mundo, si bien se muestran eficientes para crear riqueza, son injustos para
distribuirla.
Sabemos bien que el mercado tiene sus leyes propias, totalmente
desvinculadas de consideraciones de tipo ético, social y político. De hecho, el
mercado es un campo de relaciones de poder en el que los poderosos ganan y los
débiles pierden. ‘‘El mercado es cruel porque excluye a los que carecen de
bienes materiales para participar en él, porque castiga a los que no están en
condición de competir y porque generalmente favorece el triunfo de los más
poderosos y los más audaces. No cabe discutir que para superar la pobreza es
indispensable el crecimiento económico, lo que las economías de mercado logran
hacer. Pero el crecimiento, siendo necesario, no es suficiente para eliminar la
pobreza, y si no se complementa con políticas eficaces de desarrollo social,
aumenta las desigualdades”
El mercado, dejado a su propia dinámica y a sus propias leyes, no es ni
puede ser un justo y equitativo distribuidor de riqueza. El mercado no tiende a
la justicia sino a la mera ganancia. Encarna un antivalor moral. Las tan
cacareadas privatización, globalización, internacionalización, cifras de
crecimiento macro-económico, por sí solas siempre serán selectivas y
discriminatorias.
Favorecerán al que ya tiene y desfavorecerán a los que no
tienen. Favorecerán más a los que tienen más y favorecerán menos a los sectores
marginales y a las regiones y países periféricos. Es decir, consagrarán la
injusticia social.
La reciente etapa de “mundialización” o “internacionalización” no es, así,
más que una faceta de la vieja dependencia de los países periféricos respecto
de los grandes centros de poder económico mundial.
Sin recaer, ni mucho menos, en una apología de los pasados Estados
paquidérmicos o elefantiacos, es decir, de los Estados omnipotentes o
factotums, ante la nueva realidad de una hegemonía despótica del Mercado,
tenemos que abogar por algo más de Estado.
El Estado no puede seguir perdiendo soberanía “por arriba”, ante la esfera
internacional, ni “por abajo”, ante la sociedad mercantil interior.
Triste
destino el de CIU y el PP por ser recordados en un futuro no muy lejano como
los esbirros de los grandes especuladores que generaron la destrucción de la
sociedad tal y como la conocemos y la pérdida de los derechos y las esperanzas
de varias generaciones.