Como nunca he pronunciado ningún discurso (y no sé si se me daría bien) les voy a
contar un cuento.
El cuento trata de un escritor (un escritor que siempre habla muy aprisa) que, un
buen día, recibe la propuesta de pronunciar el protocolario discurso inicial de la
Feria del Libro de Francfort.
Ello sucede el año en que la cultura catalana es la invitada de honor. Pongamos
que es en 2007. Antes de aceptar el encargo, el escritor en cuestión —catalán
y, por lo tanto, gato escaldado— duda. Piensa: “Y ahora ¿qué hago? ¿Acepto la
invitación? ¿No la acepto? ¿La declino con alguna excusa amable? Si la acepto,
¿qué pensará la gente? Si no la acepto, ¿qué pensará a su vez esa misma gente?”
No sé como funcionan las cosas en otros países, pero les aseguro que en el mío
la gente tiene tendencia a pensar muchas cosas, y a sacar muchas conclusiones.
Si un día cuentas que, en la sastrería, mientras toma tus medidas el sastre te
pregunta “¿Hacia qué lado carga usted?”, y tú contestas que hacia la derecha
(o hacia la izquierda), la gente saca conclusiones. Si vas a la frutería y pides
manzanas saca conclusiones. Y si pides naranjas, lo mismo.
Hagas lo que hagas —cargues hacia la derecha o hacia la izquierda, compres
manzanas o naranjas— la gente tiene un alto nivel de clarividencia. La gente es
Señoras
y señores:
muy perspicaz y siempre deduce cosas, incluso ciudades que no aparecen en
ningún mapa. Si das un paso hacia delante, ¿por qué no te quedaste quieto? Si te
quedas quieto, ¿por qué no avanzaste?
Pero sucede que el escritor en cuestión cree que no tiene que pedir perdón a
nadie por sentirse parte de la cultura que ese año han invitado a Francfort; así que
decide aceptar. Es evidente que no le van a proponer pronunciar el protocolario
discurso inicial el año en el que la cultura invitada a la Feria de Francfort sea la
turca, la vietnamita o la n’gndunga. Así pues, dice que sí, que lo va a hacer, y a
continuación se sienta en una mesa, coge un bolígrafo y una libreta y empieza a
calibrar qué es lo que va a decir.
Se siente un poco perplejo. A lo largo de los tiempos, la bonanza nunca ha estado
junto a la literatura catalana. Las lenguas y las literaturas no tendrían que recibir
nunca el castigo de las estrategias geopolíticas, pero lo reciben, y mucho. Por
esto le sorprende que un montaje como éste —la Feria de Francfort, dedicada a
la gran gloria de la industria editorial— haya decidido invitar a una cultura con
una literatura desestructurada, repartida entre diversos Estados en ninguno de
los cuales es lengua verdaderamente oficial (a pesar de que haya Estado y medio
que así lo proclamen, siempre que esa proclamación no moleste a los turistas, los
esquiadores o los repartidores de butano).
Por eso tiene dudas sobre la invitación a Francfort. ¿De golpe y porrazo el mundo
se ha vuelto magnánimo con ellos, si tantos hay que los quieren perpetuamente
periféricos? Recuerda, además, que en otro montaje literario —más nórdico y
bastante más pomposo—, hace poco más de un siglo (en 1904), el jurado del
Nobel de literatura premió a Frederic Mistral. Frederic Mistral no era catalán.
Era occitano. La referencia sirve —no sólo porque algunos catalanes y occitanos
se sienten próximos— sino porque el premio molestó tanto a los puristas de la
Nación-Estado (“Soyez propre, parlez français!”) que nunca jamás otra literatura
sin Estado ha vuelto a recibir un premio Nobel.
Además de la sensación de perplejidad, el personaje de nuestro cuento tiene una
sensación de justicia. Quizá “justicia” no sea la palabra exacta. Algo parecido,
pues. A pesar de que —como ya se ha dicho— los avatares políticos nos han ido de
forma que no invita a demasiadas alegrías, la literatura catalana es, claramente,
una de las piedras fundacionales de la cultura europea. Ninguna literatura sin
Estado de esta Europa (que ahora dicen que construimos entre todos) ha sido y es
tan sólida, tan dúctil y tan continuada.
¿Tiene que mencionar todo esto en el discurso? Quizá podría empezar diciendo
que la potencia inicial que hizo que la literatura catalana ocupara un lugar
preferente en Europa durante la Edad Media nace con Ramon Llull (Raymundus
Lullus, Raimundo Lulio, Raymond Llull, Raymond Lully: como prefieran ustedes).
Ramon Llull era filósofo, narrador y poeta. Era mallorquín, de esa Mallorca
convertida hoy en día en un ‘Bundesland’ geriatrico-turísto alemán. Nacido mucho
antes que los ‘tour operators’, los vuelos de bajo coste y la ‘balearización’ dictaran
las normas de vida en esas costas, cientos de años antes de la llegada de Boris
Becker y de Claudia Schiffer, en pleno siglo XIII Ramon Llull estructuró una lengua
coherente y rigurosa, la misma lengua en la que, de manera vibrante y corrompida,
hablamos y escribimos todavía en la actualidad.
Pero al escritor le asaltan otras dudas. Puesto que va a hablar en Francfort,
¿tendría que ilustrar su discurso con detalles que pudieran ser del interés de
los germanohablantes? ¿Tendría que mencionar al Archiduque Luis Salvador
de Austria-Toscana, ‘S’Arxiduc’? ¿Tendría que mencionar al señor Damm y al
señor Moritz, cerveceros de tierras germánicas y fundadores de algunas de las
marcas de cerveza que los catalanes aún tomamos hoy en día? Si así lo hiciera
seguro que le llamarían frívolo, y eso aún le empuja más a hacerlo. Ya puestos,
podría mencionar al señor Otto Zutz, gran oftalmólogo —“diplomado en España
y Alemania”— que ha terminado por dar nombre a una espléndida discoteca de
Barcelona y que, en vida, graduaba la vista de muchos barceloneses. De algunos
miembros de la familia del poeta Carles Riba, por ejemplo, según explica su nieto
—Pau Riba, también poeta, además de cantante— en el texto que acompaña a su
disco “Dioptria”.
Tampoco sabe si debería citar los nombres de los más grandes que han
configurado el hilo literario que llega hasta hoy: Bernat Metge, J.V. Foix, Narcís
Oller, Anselm Turmeda, Joan Brossa, Joanot Martorell, Llorenç Villalonga, Jordi
de Sant Jordi, Jaume Roig, Josep Carner, Jacint Verdaguer, Isabel de Villena,
Josep Maria de Sagarra, Àngel Guimerà, Santiago Rusiñol, Joan Maragall, Eugeni
D’Ors, Josep Pla, Joan Sales, Mercè Rodoreda... Y ¿tendría que hacerlo de forma
amontonada o los tendría que mencionar por orden cronológico?
¿O quizá sería preferible no citar a ninguno?
Citar todos estos escritores (la mayoría de ellos desconocidos por el mundo
literario que revolotea por Francfort) ¿no hará que los asistentes a la ceremonia
de apertura de la Feria del Libro se aburran al escuchar nombres que les suenan
más bien poco? ¿No les incitará a mirar el reloj mientras piensan: “¡Qué rollo, este
hombre!”? Por eso decide que no va a nombrar a ninguno (aunque, de hecho, ya
los haya nombrado durante el mismo proceso de dudar si los tiene que nombrar
o no). Además, por lo que ha leído, en la Feria del Libro habrá una exposición que
hablará de ello. Aunque —seamos sinceros— ¿cuántos de los asistentes a este
acto inaugural van a visitar después esa exposición con un interés no meramente
protocolario? Seamos sinceros y optimistas: muy pocos. A pesar de que se trate de
una Feria del Libro y los escritores más desconocidos sean precisamente los que
tendrían que excitar las ganas de leer de los interesados en descubrir maravillas
literarias y no en dejarse llevar simplemente por el tam-tam comercial de lo que
toca en cada momento.
Pero, cuanto más piensa en ello, menos se imagina como tendría que ser
su discurso. Teniendo en cuenta que mucha gente tiene del mundo una idea
preconcebida, a partir de la geometría actual del poder político-cultural, quizá
podría contar que, en Europa —desgarrado ya el latín en lenguas vulgares—, el
primer tratado de Derecho fue el catalán “Consolat de Mar”, por el cual se rigieron
las relaciones marítimas en el Mediterráneo. Quizá podría añadir que algunos
de los primeros tratados europeos sobre medicina, dietética, filosofía, cirugía o
gastronomía se escribieron también en lengua catalana.
Pero, ¿servirían de algo tantos datos? ¿Qué es lo que otros escritores han dicho en
anteriores discursos inaugurales de esta misma Feria? El escritor busca entonces
algunos de esos discursos iniciales y los lee. Casi siempre, en esos discursos, se
da una gran exaltación de la cultura propia, y ve que siempre (en cada caso es lo
mismo) a quien no pertenece a la cultura exaltada los discursos le suenan vacíos,
como el murmullo del agua que corre río abajo sin que nos percatemos.
Son discursos al estilo del que, durante la dictadura franquista, pronunció en
Nueva York, en la sede de las Naciones Unidas, el violonchelista Pau Casals. Fue
un discurso que emocionó a los catalanes con la misma intensidad con la que
dejó indiferentes al resto de los habitantes del planeta: “I am a Catalan. Today, a
province of Spain. But what has been Catalonia...?”: “Soy catalán. Cataluña es hoy
en día una provincia de España, pero ¿qué fue Cataluña? Cataluña fue la nación
más grande del mundo. Les diré por qué. Cataluña tuvo el primer Parlamento,
mucho antes que Inglaterra. Cataluña tuvo las primeras Naciones Unidas...”
También ve que otros escritores que han pronunciado discursos iniciales en la
Feria del Libro han intercalado poemas. Quizá también él lo haga. Podría, por
ejemplo, leer el trabalenguas que un día (en una fenomenal parodia de discurso
militar) recitó el grandísimo Salvador Dalí, como si se tratara de la poesía más
excelsa del mundo:
Era una gallina pinta, pipiripinta, gorda, pipirigorda, pipiripintiva y sorda
que tenía tres pollitos pintos, pipiripintos, gordos, pipirigordos,
pipiripintivos y sordos.
Si la gallina no hubiera sido pinta, pipiripinta, gorda, pipirigorda,
pipiripintiva y sorda,
los pollitos no hubieran sido pintos, pipiripintos, gordos, pipirigordos,
pipiripintivos y sordos.
De hecho, si el discurso es parte de un ritual y, como en todos los rituales, lo
que realmente importa es la forma, el protocolo, la americana, la corbata (o la
ausencia de corbata), ¿importa mucho lo que uno dice exactamente? ¿En una
ceremonia religiosa en una lengua muerta (una misa en latín, por ejemplo), es
importante que los fieles no entiendan el texto? Aún más: ¿hace falta decir algo en
concreto? Los políticos son hábiles malabaristas, y por eso sus discursos resultan
ejemplares: repletos de palabras-comodines que, con gran maestría —para
parecer gente responsable—, aplican en el momento justo aunque, de hecho, se
las acabe llevando el viento: letras que forman sílabas que forman palabras para
cubrir el expediente.
En un disco, ese músico fenomenal que es Carles Santos grabó hace años una
pieza espléndida que consiste en una mezcla de declaración de amor y discurso
de político. Se trata de un texto donde las vacuidades y las promesas se sustituyen
por una repetición constante de la palabra “Sargantaneta”, aliñada con adjetivos
exaltados. (“Sargantaneta” —lagartijita— es el nombre de su barca de pesca).
Entonces, ¿no sería un texto lleno de palabras-comodines, de ‘lagartijitas’, el
discurso ideal para un acto como el de la inauguración de la Feria del Libro? Un
texto tan abstracto y tan vacío que, sin cambiar ni una frase, pudiera utilizarse
también en cualquier otro tipo de acto: literario, deportivo, cinegético o filatélico.
Que tanto sirviera para presentar un libro de poesía lírica como para inaugurar una
línea ferroviaria. Un discurso tan ambiguo que fuera todo ritmo —¡ritmo, ritmo!—
pero que en el fondo no tuviese sentido alguno.
Todo esto es lo que el escritor que siempre habla muy aprisa (y que, un buen día,
recibe la propuesta de pronunciar el protocolario discurso inicial de la Feria del
Libro de Francfort) duda si tiene o no que decir. Duda a su vez si —si lo dice— le
van a escuchar con atención. En caso de que fuera así, duda también si van a
entender qué quiere explicar exactamente. También piensa que, de hecho, podría
decir cualquier otra cosa (sin que en el fondo cambiase nada) si, en el resto de
detalles, cumpliera a rajatabla con el ceremonial. Una de cuyas particularidades
importantes es, por cierto, el tiempo. Y eso sí que lo tiene claro: cuando llegue el
momento de acabar —el máximo de minutos estipulados son quince— mirará su
reloj [mira su reloj] y dirá:
—Nada más. Muchas gracias. Buenas tardes.
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